viernes, 3 de octubre de 2025

EL PORTAL QUE CONDUCE AL JARDÍN DONDE FLORECEN LOS NÚMEROS

Un texto del 2 de enero de 2021.


El que no tiene disposición para lo «oculto» imagina que tras la vivencia visionaria no hay más que una «rica fantasía», «caprichos de poeta», o mera «licencia poética».

C. G. Jung


UNA VISIÓN PRIMIGENIA

El maestro de obras Luis Tusa conocía muchas historias asombrosas. Se refería a ellas como “las cosas que nos contaron nuestros mayores”. En ese entonces yo no las tomaba demasiado en serio por estar atareado en otros asuntos que mi lozana situación inducía a suponer más importantes. El maestro las relataba de un modo que era difícil saber si él mismo las consideraba creíbles o no. Tampoco hablaba mucho del tema. Normalmente no gastaba palabras en otra cosa que no fuera su trabajo. Pero, aunque desde las palabras procuraba restar crédito a la materia de sus relatos, su conducta delataba que en el fondo había mucho más que lo que estaba abierto a compartir. Cuando hablaba del portal, por ejemplo, abandonaba momentáneamente su actitud de viejo maestro albañil—con toda la dignidad que imponían su edad y experiencia, pero con el carácter sumiso que siempre mostró especialmente hacia mi padre—para asumir de forma involuntaria una condición altiva de anciano sabio, de guía, de auténtico heredero de algún tipo de tradición lamentablemente extinguida.

El maestro descendía de los habitantes de una antigua comuna a la que hoy en día se conoce con el nombre de Leopoldo Chávez o Rumihuaico, al pie del volcán Ilaló. Poseía extensas tierras de cultivo alrededor del pueblo. Era un buen esposo, padre y abuelo; un artesano cuidadoso, hábil, dedicado y paciente; un buen constructor y un buen amigo.

La primera vez que busqué el portal fue el día que supe de su muerte. No porque tuviera la más pálida esperanza de hallar el misterioso lugar, sino porque me pareció una forma emotiva de rememorar en soledad a ese entrañable ser. Volví a buscarlo en ocasiones acompañado de otras personas que se interesaron en el tema. Nunca hallamos nada, por supuesto. Era imposible—ahora lo sé—dadas la inapropiadas condiciones de la búsqueda. Pero la caminata hacia el interior de la montaña, alejados de cualquier indicio de “progreso humano”, mereció siempre el esfuerzo.

Algunos años después de esos acontecimientos construimos nuestro hogar a orillas del sendero que subía al Ilaló, no muy lejos de la casa del maestro. Los asensos se hicieron cada vez más frecuentes pero con ello también cada vez más rutinarios y monótonos. Poco a poco perdieron su encanto hasta devenir en entrenamientos aeróbicos vistiendo pantalones cortos de poliéster/elastano, y con brazalete electrónico para monitorear el ritmo cardíaco.

Las enigmáticas historias del maestro Luis se disipaban, lavadas por el torrente impetuoso del tiempo y la apatía, cuando un día como otro cualquiera, sin ninguna advertencia, la logia secreta del cosmos se abrió frente a mí en la montaña. 

Pienso que el encierro obligado debido a la pandemia que azotaba el mundo tuvo que ver con su inesperada aparición. No hice ningún esfuerzo inusual ni recorrí un sendero nuevo, pero llevaba varios meses sin ver ni oír a nadie, gozando de mi espíritu y de mi soledad; alejado de perturbaciones ajenas. 

Sin programarlo voluntariamente, me hallé de pronto dispuesto a llevar mis propias cenizas al volcán para cambiarlas por fuego.

Como un divino Virgilio, el maestro Luis salió a mi encuentro bajo el dintel del propileo. No hicieron falta grandes gestos ni explicaciones. Apenas un “adelante amigo, te están esperando”. Permanecí un momento inmóvil, física y mentalmente impedido. Probablemente habría huido espantado ante cualquier otra especie de aparición. No así con el ser bondadoso, dueño de tantas gratas memorias, que se mostraba frente a mí. Franqueamos juntos el umbral e instantáneamente se replegó a mis espaldas la enredada madeja de la conciencia. ¡Durante cuánto tiempo había cargado esa pesada cortina!

AL OTRO LADO DEL PORTAL

El portal era una entidad cúbica de lado 4. Pero no una forma espacial u objetual como se podría suponer, sino más bien una textura o mejor dicho un entrelazado abierto hacia incontables horizontes y orientado con dirección 23°27' suroeste, de modo que, en los solsticios de diciembre, su eje cardinal coincidía con la trayectoria de los cuerpos del sistema solar, respecto al ecuador terrestre. Es imposible definir cabalmente aquel lugar empleando conceptos espaciales u objetuales convencionales. Es apropiadamente una entidad indecible. Pero si ayuda a apaciguar la imaginación se puede afirmar, sin engañar, que su estructura formal es comparable a la escultura “Hipercubo Galileo” de Estuardo Maldonado. Con la ventaja, por no encontrar un mejor término, de que en el portal el lugar donde convergen todos los planos de la escultura no ocupa un sólo punto en el centro sino extensiones infinitas en la periferia.

El maestro Luis caminó a mi lado un largo trecho. Ya has andado bastante. Será mejor dejar para mañana la visita a la obra. Allá arriba podrás descansar. Al llegar al pié de una elevación natural con bordes escarpados se detuvo y me indicó la dirección que debía tomar. En ocasiones puedo ir contigo, dijo, pero por ahora has de ir sólo. No debes temer. Es hermoso, más hermoso que cualquier edificio que soñáramos cuando aún teníamos aquellos sueños imposibles.

Ascendí por una escalinata hacia la explanada superior e ingresé a una pequeña sala que conducía al oeste. Proseguí en esa dirección por una rampa escalonada con un muro de piedra andesita gris y un monte de impecable naturaleza a mi izquierda; y un declive pronunciado que caía hasta un valle infestado de calles estrechas atormentadas bajo incontables edificaciones desproporcionadamente grandes, a mi derecha. Temía rodar por el precipicio hasta el valle y sobrevivir. Lamento incurrir en tantos detalles. Lo hago porque sospecho que tienen algún significado. El itinerario fue muy largo además.

Oscurecía a medida que la senda pasaba bajo un hermoso techo artesonado realzado con figuras geométricas y estrellas de oro. La luz del día alcanzaba a pulsar apenas las superficies de ciertas regiones interiores del lugar. Finalmente se puso muy oscuro. Durante unos minutos caminé a ciegas, confiando en la amplitud de las fauces de rampas escalonadas que conducían de un lugar a otro. 

Todavía sin distinguir ninguna forma visible pero ante la percepción de un sutil cambio en la atmósfera entendí que había coronado el monte. Avancé unos pasos más y rocé algo con el pie. Eran los 4 escalones de un basamento de piedra, cada uno con una letra diferente grabada en la contrahuella: L, S, V, T. Los subí. Ante mis ojos cada vez más adaptados a la oscuridad comenzaron a dibujarse las formas de un espacio que me resultó familiar. Estaba en un bar. Pero no en un bar cualquiera sino en el antiguo y desaparecido bar del Hotel Colón. Quienes conocieron ese maravilloso lugar, hoy convertido en un infortunado centro de convenciones, sabrán de qué estoy hablando. 

El antiguo bar La Pinta, no el actual, era un gran espacio de planta cuadrada con una barra también muy grande y cuadrada en el centro. Las paredes oscuras y escasamente iluminadas del perímetro dificultaban distinguir los límites de modo que parecía un lugar infinito. Alrededor de la barra había un cinturón de mesas circulares con dos o cuatro sillas, bajo la luz tenue de unas pequeñas lámparas, también redondas, como satélites luminosos colgados del techo. Todo orbitaba en torno a la barra que desde su posición nuclear irradiaba luz y calor a los objetos de la sala: valiosas pinturas y esculturas que probablemente se habrán perdido en la remodelación, floreros, botellas, ceniceros, algún turista desorientado y unos cuantos bebedores solitarios.

Antes de conocer el bar La Pinta yo ya lo había visitado en sueños, cuando era niño. Miraba el espacio desde el aire y las mesas redondas giraban lentamente al ritmo de las aspas de madera de unos viejos ventiladores de techo. Era un sueño recurrente. A veces no necesitaba más que cerrar los ojos para obtener una visión de aquel lugar.

Una persona con camisa blanca, brillante, me observaba desde el núcleo de la barra. Su luz propia dificultaba apreciar los rasgos de su identidad. Al aproximarme pude reconocer a mi primo José Antonio. Para facilitar la comprensión de lo que voy a relatar, explicaré que el Toño era un hombre fuerte, un atleta innato ganador de varios premios de natación, atletismo y ciclismo. Pero además era un experto en gastronomía. Gozaba en la cocina o en el bar preparando los platos y cocteles más refinados que conocí. Alguna vez me hizo caer en cuenta de que lo suyo era elaborar cosas magníficas, divertidas pero efímeras, que se disfrutarían velozmente, y que lo mío era intentar hacer cosas grandiosas, algo agobiantes, pero que soportarían mejor el paso del tiempo. En consecuencia con ese designio, su magnífico transcurso existencial fue demasiado breve. 

En cuanto lo reconocí pensé (con lo que quedaba de mi torpe razonamiento condicionado) en abrazarlo, pero en seguida entendí que eso no sucedería. No sé si fue por la noción de que él no podía ser real, en el sentido en que yo lo había conocido, o si fue el descubrimiento de que él y ese lugar constituían la autentica realidad y que yo sólo estaba de visita. Lo que era cierto, tan cierto que eso sí se podía tocar, era la “distancia” que había entre ese mundo y la existencia que nosotros denominamos real. Finalmente perdió importancia el otrora acostumbrado abrazo, porque la sonrisa con que fui recibido fue más amplia y acogedora que cualquier otro sentimiento.

Me invitó a tomar asiento en la barra y dijo, Peque, estás preparando mal el Negroni. Lo haces sirviendo primero el gin, después el Campari y finalmente el vermut. Lo correcto es hacerlo al revés. Así me dijo. Y mientras hablaba vertió los ingredientes muy fríos dentro de una coctelera de cristal, primero el vermut, después el Campari y finalmente el gin. Agitó 4 veces el recipiente y sirvió en un vaso con hielo el líquido rubí acompañado de un fino espiral de cáscara de naranja. Haz la prueba y comprende.

Bebí el coctel, lloré—de todo menos de tristeza—y me dormí.


EL LABERINTO

Al amanecer desperté despreocupado, en paz, con ilusión, como sólo despierta un niño feliz su primera jornada de playa en un día festivo. Pero nació en seguida una idea inquietante que hizo que evitara abrir los ojos por temor a descubrir que la experiencia del portal había sido un sueño. Escuché a mi alrededor para asegurarme que no seguía vivo. A lo lejos se oían las voces de hombres y mujeres ocupados en sus tareas. Destacaban las órdenes del maestro Luis dirigiendo a los demás: 

¡Templen la cuerda! No está suficientemente afinada ¡Ha de vibrar con la frecuencia de sus propias almas! 5 nudos aquí, 4 nudos allá y 3 a ese costado. 

Doce personas trazaban dos ejes perfectamente perpendiculares en la llanura. ¡No te quedes ahí parado! Gritó el maestro en cuanto me vio. Despierta de buen ánimo puesto que ves huellas humanas en la arena. Acércate a conocer las artes de Ptolomeo y Aristipo. ¿Pero qué están haciendo? Todo aquí es eterno: el portal, este jardín y sus palacios ¿Qué trabajo puede haber para un maestro de obras?, pregunté. No hay más que uno, para mí y para todos los maestros de obras que estamos aquí: la perpetua construcción del Laberinto, respondió el maestro.

Hubo unos minutos de silencio al tiempo que admirábamos las obras. 

Como si pudiera leerme la mente, el maestro dijo sonriendo: No, no, no mi amigo, no se trata de un castigo. Para nada. Ni que estuviéramos construyendo esas cosas sin sentido que ordenaban ustedes los titulados. Eso sí que era una condena, como lo es eternamente allí abajo. Señaló al infierno y rió nuevamente, ahora incluso con mas gusto. Por eso es que los titulados terminan allá devorándose a sí mismos.

Desde nuestra posición se podía observar la estructura del estrato exterior de la obra. No era el laberinto sino su envolvente. En ella se resolvía la cuestión de pasar de la Unidad a la diversidad, del cosmos al caos, del cero al infinito. Pude recorrer sus 8 estratos más básicos antes de trasladarme de la esfera al laberinto.


NOTAS INCOMPLETAS DESDE EL JARDÍN DE JESÚS

El creador del laberinto había dispuesto para empezar una superficie cuadrada de lado 1. Tomó la superficie y la comenzó a dividir así: primero trazó una línea por la mitad del cuadrado y dibujó la diagonal √2.  Con centro en un segmento lateral del cuadrado y con radio igual a √2 dibujó un arco de circunferencia para obtener el número de oro.


El diseño del primer estrato resultaba de las combinaciones admisibles para un conjunto de 3 elementos. 

 

Elementos de la serie Φn L/ 2


A= Φ1 L/ 2; B= Φ0 L/ 2; C= Φ-1 L/ 2; D= Φ-2 L/ 2

E= Φ-3 L/ 2; F= Φ-4 L/ 2; G= Φ-5 L/ 2; H= Φ-6 L/ 2


Estaba en un pequeño jardín contiguo a la logia trasera del portal. Era un lugar como no existe ninguno en la tierra, comparable si se quiere en dimensiones y en belleza, al jardín de la Villa palladiana de Francesco Pisani en Montagnana, pero mil veces más conmovedor. Desde allí se podía observar toda la estructura del laberinto. El creador primitivo del laberinto había dispuesto para empezar una superficie cuadrada de lado 1. Tomó la superficie y la comenzó a dividir así: primero trazó una línea por la mitad del cuadrado y dibujó una diagonal igual correspondiente a la raíz cuadrada de 2.  Con centro en un segmento lateral del cuadrado y con radio igual a raíz cuadrada de 2 dibujó un arco de circunferencia para obtener Φ

 

 


EN EL VALLE DE LOS CREADORES DESCONOCIDOS

Todos los que crearon cosas maravillosas que nunca fueron conocidas


LA LOGIA SECRETA DEL COSMOS


Emanuel te está esperando.


El lápiz es la herramienta del neurótico y el pincel la del psicótico


El arcano número 12. El colgado. Un hombre que se encuentra de cabeza, absolutamente tranquilo, formando con sus piernas una cruz. Es un hombre que se ha quitado de encima el peso de la neocorteza cerebral. Al mundo le hacen falta este tipo de hombres. El cerebro límbico, el sistema neuronal donde se albergaba el espíritu, está cada vez mas comprimido bajo el peso de la hipertrofiada neocorteza cerebral.


desgarró el telón que ocultaba la escena donde estaban dibujadas las imágenes del cosmos


Los c...... que usan excesivamente la palabra “perla” y todos los científicos, sin distinción, van al infierno sin esperar al juicio final. Son asuntos que una vez que estás aquí ya no te sorprenden para nada.


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