lunes, 28 de diciembre de 2020

LA CONQUISTA DEL MONTE EVEREST

Por Leopoldo Ante 

a Tori, Salva y Paz, mis niños conquistadores


Faltaban aún 5 minutos para salir al receso de las 11, pero los niños del “5to A” ya corrían ruidosamente por el patio de la escuela en dirección al Monte Everest. Al interior de nuestra aula, el licenciado Tovar—el inflexible profesor de lenguaje—no terminaba de explicar la tarea. Volteé ligeramente la cabeza hacia Nico. Él también me miraba, y sus grandes ojos negros, brillosos, daban señales de enojo e impaciencia. Un poco más atrás estaban Claudio y Xavier. Claudio señaló el reloj de pared que se hallaba junto a la pizarra e hizo un gesto con los hombros al tiempo que sus labios y sus pobladas cejas parecían preguntar ¿Ya es hora o qué?

 

Al otro lado del aula se sentaban Julio y Marito. También ellos se mostraban ansiosos y buscaban con la mirada alguna explicación entre los rostros igualmente confundidos de los demás niños de la clase. El licenciado Tovar se acercó a la ventana y echó un vistazo afuera. Dio unos pasos, miró el reloj de pared que se hallaba junto a la pizarra y se preguntó a sí mismo en voz baja: ¿Cómo es posible que cada vez los niños del “5to A” salgan al patio antes de la hora del receso? Qué falta de disciplina. Cerró el libro que tenía entre las manos, recogió sus papeles y se sentó en silencio. Esperó hasta que el reloj de pared que estaba junto a la pizarra marcara las 11 en punto, y entonces dijo con enfado, casi gritando: Vamos, ordenen sus cosas y salgan al recreo, ¡vayan!

 

Nico, Andrés y Julio fueron los primeros en llegar a la puerta. Eran los más pequeños y ágiles. Los seguimos Marito, Claudio y yo. Atrás nuestro llegaron Xavier, Mateo y el Santi que eran los más altos y corpulentos.

 

Atravesamos estrepitosamente la escuela. En pocos segundos llegamos a la base del Monte Everest. Como en todos los recreos los niños del “5to A” ya habían conquistado la cumbre y colocado en lo alto su bandera negra con rojo. Nos correspondía la parte más difícil, sacarlos de allí a la fuerza, trepando por el costado, resistiendo sus golpes y halándolos o empujándolos fuera.

 

A pocos metros de distancia, las niñas comenzaron el ritual del juego de saltar el elástico. Sus saltos, giros y figuras imposibles me causaban admiración. Lo hacían entre dos, con otras dos compañeras sujetando el elástico en la base de las pantorrillas. Una empezaba adentro y la otra era invitada a entrar:

 

«¿Te invito a qué?

A un café

¿A qué hora?

A las tres

Una, dos y tres

Café con leche y leche con café»

 

Volvían a empezar hasta que pasaban todas, incluidas las del otro paralelo. La niña que había entrado primero debía salir al acabar la canción. Todo esto sin detener la comba. El licenciado Tovar y el profesor del grado rival se situaron a la sombra de un árbol, en medio de nosotros y el grupo de las niñas. Desde allí nos miraban, fumaban y discutían entre sí.

 

El Monte Everest era un alto montículo de tierra proveniente de la excavación para la construcción del nuevo coliseo de la escuela. Permanecía allí pese a que las obras habían terminado hace tiempo. Tenía la forma perfecta para invitar, en cada recreo de aquel año, al enfrentamiento violento entre nosotros y los niños del “5to A”. Julio se adelantó y comenzó a forcejear contra el Villalba. Marito tropezó en la ladera y su cara golpeó de lleno en el lodo causando la burla de nuestros rivales y aumentando en nosotros la ira. Desde lo alto, el mono Gutiérrez ondeaba su bandera para hacer aún más detestable y humillante nuestra posición.

 

Las niñas inventaban nuevos pasos y subían la altura del elástico, hasta las rodillas, hasta la cintura, hasta el pecho, aumentando la dificultad del juego:

 

«Una dola,
Tela catola,
Quila, quilete,
Estaba la reina
En su gabinete
Vino Gil, apagó el candil
Candil candilón
Cuéntalas bien
Que las veinte son,
Policía y ladrón»

 

El Troya, uno de los niños más fuertes del “5to A”, lanzó una patada que impactó en la cabeza de Nico. Su pequeño cuerpo salió disparado, de espaldas, cuesta abajo. El Sevilla con un pesado palo que hacia girar sobre la cabeza se encargó de liquidar a Andrés a Julio y, con un poco más de dificultad, a Xavier. Claudio equilibró en algo la balanza a favor nuestro sujetando el cuello de Mosquera quien luchaba por liberarse con la cara enrojecida y la frente marcada de venas hinchadas de encono y dolor. Nico, con la nariz ensangrentada, acudió a cobrar venganza. Yo sujeté el brazo de Molina intentando derribarlo. Recibí algunas patadas pero no lo solté y, cuando finalmente perdió el equilibrio, rodamos juntos hasta el pie de la colina y al lodo. La batalla duró todo el recreo, como una coreografía atroz.

 

«Patiné, patiné, patinaba una niña en París

Resbaló, resbaló y a la acera de enfrente cayó

Y de pre, y de pre y de premio le vamos a dar

Un vestí, un vestí, un vestido para patinar»

 

Al finalizar el receso los niños del “5to A” seguían en la cima. Nosotros, en la base, con los cuellos de las camisetas rotos y toda la ropa manchada de lodo, lagrimeábamos de impotencia y dolor. Nos faltaba el aliento para intentar una nueva arremetida ¡Será ma Claudio.﷽ncia y rencora el a base sin aliento para intentar una nueva o A"almente, el escabullidiso ñana desgraciados! gritó Claudio, pero ninguno de nosotros lo secundó. Nos falló el ánimo y la confianza. Escuchamos las risas burlonas provenientes de la cima del Monte Everest.

 

El regreso al aula fue muy triste. Lo recuerdo todavía con la misma sensación de pesar. Nico me mostró entre lágrimas el collar que había arrancado del cuello de Mosquera. Perdimos, pero al menos le quité esto a ese maldito, dijo, con la voz entrecortada por la agitación y el llanto. Camino al baño, a lavarnos, cubrimos nuestros rostros bañados en sudor, lodo y sangre para que las niñas no los vieran.

 

            «Sangre cuajada de primera división

            me voy al cementerio para hacer la digestión

            mi casa es un castillo, mi cama un ataúd

            mi plato favorito son las tripas con pus»

 

Esa noche no pude dormir. Recordaba la escena de la derrota. Visualizaba los rostros manchados de mis amigos, las lágrimas recorriendo sus mejillas, el desprecio de las niñas cuando pasamos junto a ellas.

 

            «Una y diez

            lávate los pies

            no me da la gana

            tenía que ser

            Ale la marrana

            Uno, dos, tres y cuatro

            Se venden cerillas en el estanco

            Y papel para fumar

            Por eso se llama estanco nacional»

 

Por la mañana salí de casa sin desayunar para llegar a la escuela antes que el licenciado Tovar. Ingresé al aula y adelanté el minutero del reloj de pared que colgaba junto a la pizarra. Nadie más lo sabía. No quería involucrar a mis amigos en la infracción.

 

Gracias al reloj adelantado salimos al receso 10 minutos antes de las 11. Julio, Nico, Marito, el Santi, Xavier, Mateo y yo corrimos emocionados en dirección al Monte Everest. Nos detuvimos unos segundos al pasar frente al salón del “5to A” para asegurarnos que los rivales seguían en su interior. Desde la ventana nos burlamos de ellos y corrimos a ganar la cumbre, por primera vez. Marito tuvo el honor de plantar nuestra bandera blanca y verde. La vimos ondear con fuerza, propulsada por vientos de justicia y vindicación.

 

Esperamos emocionados la llegada de nuestros contrincantes. Sin embargo, eso nunca ocurrió. En su lugar arribaron los trabajadores de la construcción del coliseo, seguidos de enormes volquetes y máquinas retro-excavadoras. Venían a llevarse nuestro preciado Monte Everest. Si los niños del “5to A” ya habían sido unos rivales difíciles, los trabajadores de la construcción, con sus monstruosas máquinas, representaban una amenaza superior. Pero la montaña era al fin nuestra y no la íbamos a perder sin resistir. Defenderíamos a muerte la cumbre y la posición de la bandera blanquiverde.

 

Los motores de las poderosas retroexcavadoras hacían temblar la tierra. La vibración se confundía con el titiritar de nuestros cuerpos colmados de asombro, inocente optimismo y dicha.

 

28 de diciembre de 2020

2 comentarios:

  1. ¡Qué épico Peke! Jaja esto me recuerda a las travesuras que hacía en mi casa jajaja una vez salté en la sala y rompí la mesa de centro jaja

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    1. jajaja. la niñez es lo más divertido. gracias

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